César Aira no es un bibliotecario de Alejandría, más bien sería el enciclopedista de Babilonia. Un tren que avanza y hace subir (sin aminorar la marcha) a diversos pasajeros, animales y artefactos. Atrás deja tierras hermosas pero que mueren al nacer, como el silencio y los primeros sonidos de esta palabra de ocho letras. Lo que queda es descubrir y dejar constancia en el papel de los nuevos parajes a los que se arriba sin más guía que la ausencia total de rumbo.
Cada una de las mil gotas de Aira tienen mil gotas adentro y esas gotas tienen mil más, como la caja de pulidor Bao, se trata de un embudo laberíntico pero con efecto rebote, hay un viaje hacia adentro pero algo instalado en el supuesto fin de ese abismo envía hacia afuera mensajes nucleares.
Las mil gotas no solo se escaparon de una pintura, un ícono del arte canónico, sino que son las dosis de vida que el arte en general (y arte también es vivir como artista) ha ido perdiendo. Aira alarma a la población. Avisa que como los ríos del planeta en que habitamos, el arte se está secando. No hay cursilería, melancolía ni nada de eso, Aira juega otro juego, y nosotros jugamos autitos chocadores en esa pista de ida y vuelta entre el fin del abismo y la realidad.
Allá adentro estará la salvación? No se sabe. Igual no es tiempo de dramatizar, las gotas, aunque dispersas, aún están entre nosotros.
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